martes, 17 de junio de 2014

El Foca

Nadie se pareció tanto a ese mamífero de los mares australes como Stéfano. Bigote tupido, desparejo y abundante, solo se diferenciaba del anfibio por un hocico menos prominente, la gorra adherida al cuero cabelludo y el guardapolvo blanco. Era corpulento, de andar cansino, como agobiado por el peso de sus canastas incontables y el banquito que soportaba con estoicismo de quebracho su peso formidable de vagón de carga.
Cuando se lo veía venir por Elsegood desde su pieza de conventillo en Mascarello frente a los bomberos hasta su indiscutida ubicación en Torres y la entrada de la estación, recordábamos una película de aquel tiempo joven: “La carga de la brigada ligera”. Ocupaba la vereda de pared a cordón. Tenía que trasladar toda su artillería en un solo viaje. ¿Cómo iba a dejar parte de su inventario allí, a merced de los vampiros de facturas y “manises” para una segunda carga? Ni pensarlo.
El negocio había sido iniciado por su hermano, el Foquita. Y Stéfano lo amplió y le agregó mercadería. El Foca fue tan popular en el pueblo como Tom Mix, Art Acord, Hoot Gibson, Buck Jones… nuestros inolvidables héroes de los matinées del Jockey, los domingos a puro cine.
¿Qué vientos trajeron al Foca desde su Bulgaria querida? Nunca se sabrá. Lo cierto es que el Foca dejó un recuerdo inolvidable en un pueblo que lo hizo ciudadano sin preguntarle nunca si aún guardaba nostalgias de los aromas del Maritza, del Vardar o del Kara Su, en su balcánica niñez. Con esa generosidad argentina para los inmigrantes, lo adoptamos. Lo convertimos en whitense por adopción y por consenso. Le hicimos pagar su derecho a la ciudadanía sin pasaporte trucho, robándole algunas bolas de fraile o algún puñado de maníes calentitos, cuando nos corría con un palo y nos gritaba ¡Turo…!
Hoy, cuando pasamos por tu esquina solitaria, sentimos la añoranza de tus golosinas ausentes. Te extrañamos, Foca.
 
 
Extraído de Liberali, Ampelio M. “Historietas Whitenses”. Edición de la Cocina del Museo del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca, Argentina - 1994.

¡Señorita profesora!

“Los inmigrantes que llegaron a Ingeniero White eran delincuentes que escaparon de las penitenciarías europeas”. Así dijo una profesora de un colegio secundario a sus alumnos que escucharon asombrados, azorados, semejante enormidad.
No, señorita profesora. No es verdad.
Con las excepciones que consignan las estadísticas –y que aquí no vamos a escamotear- era gente de trabajo que huía del hambre y la miseria y de las amenazas de la guerra que no tardaron en hacerse realidad más de una vez en la vieja Europa.
Había, es cierto, muchos hombres sin ilustración. Eran solo aptos para tareas duras, difíciles, riesgosas. Trabajadores manuales, empíricos, sin mucha teoría ni razonamiento, pero trabajadores, honestos y cumplidores. Muchos quedaron solteros. No pudieron, no supieron formar un hogar. El paso del tiempo los encontró anclados en una playa, vencidos por la nostalgia de su tierra lejana y ya inaccesible.
Pero muchos otros, con mayor fuerza de carácter, se convirtieron en el tronco vigoroso de las más tradicionales familias whitenses. Son parte de aquellos inmigrantes de todas las nacionalidades que hicieron la raíz cosmopolita del país y contribuyeron a su grandeza con el esfuerzo diario y con conducta honrada y respetuosa.
Son la mayoría, señorita profesora. Y nos sentimos muy orgullosos de nuestro origen. Es bueno que lo sepa. Y que lo diga.
 
Extraído de Liberali, Ampelio M. “Historietas Whitenses”. Edición de la Cocina del Museo del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca, Argentina - 1994.